lunes, 27 de junio de 2011

Festejos del ISFT N° 182

El ISFT Nº 182 en el ciclo lectivo 2012 festejará su 25º aniversario y también se cumplirán los 30 años de la carrera de Bibliotecología en el Distrito de San Miguel.
Se solicita a los egresados y ex-alumnos fotos de su paso por el instituto.

sábado, 25 de junio de 2011

Las cuatro estaciones de Vivaldi. INVIERNO


Invierno (Concierto nº 4 en fa menor, RV. 297)

Primer movimiento: Allegro non molto

Este movimiento describe ingeniosamente los efectos del frío, el castañeo de los dientes y el temblor del cuerpo. De nuevo aparece la tempestad; para mitigar un poco el frío, los campesinos corren y patalean.

Segundo movimiento: Largo

Con una placentera y larga melodía del violín solista, evoca una tarde de lluvia disfrutando de ésta al abrigo de la casa y al calor del fuego de la chimenea. La lluvia está evocada por los pizzicatos del violín primero y el violín segundo.

Tercer movimiento: Allegro

El movimiento en su inicio hace referencia al caminar lentamente sobre el hielo por miedo a caerse, el hielo comienza a agrietarse y todos ahora corren a refugiarse dentro de la casa; por las hendiduras de la puerta y de las ventanas se filtra el fuerte viento; pese a todo, el invierno nos deja grandes alegrías.

viernes, 24 de junio de 2011

Nuevos enlaces

Nuevos enlaces sobre Matemática, Física, Química, Lengua y Literatura, Historia, Ciencias Exacta y varios sitios de interés gubernamentales para que el bibliotecario pueda orientar a los usuarios.

LA BIBLIOTECA DE BABEL. JORGE LUIS BORGES

La Biblioteca de Babel


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.


Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.


A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.


El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.


El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)


Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.


Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.


Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.


También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.


A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.


Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.


También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.


Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).


La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.


Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.



FIN

HISTORIA DE LA BIBLIOTECA NACIONAL

La Biblioteca Pública de Buenos Aires —antecesora directa de la Biblioteca Nacional— fue creada por decreto de la Primera Junta, el 13 de septiembre de 1810. Su primera sede estuvo en la Manzana de las Luces, en la intersección de las actuales calles Moreno y Perú.
La Junta pensó que entre sus tareas estaba la de constituir modos públicos de acceso a la ilustración, visto esto como requisito ineludible para el cambio social profundo. Mariano Moreno impulsó la creación de la Biblioteca como parte de un conjunto de medidas —la edición, la traducción, el periodismo— destinadas a forjar una opinión pública atenta a la vida política y cívica. Así, la Gazeta y la traducción y edición del Contrato Social se hermanan en el origen con la Biblioteca. Precisamente, el escrito estremecedor de la Gazeta titulado “Educación”, en donde se anuncia la creación de la Biblioteca en 1810, posee todas las características de un documento alegórico, bélico y literario a la vez, pieza muy relevante del pensamiento crítico argentino.
Pocos meses antes, el propio Moreno y Cornelio Saavedra firmaban la orden de expropiar los bienes y libros del obispo Orellana, juzgado como conspirador contra la Junta. Así se constituyó el primer fondo de esta Biblioteca, enlazada desde el comienzo con la lucha independentista y la refundación social. También integraron el primer acervo las donaciones del Cabildo Eclesiástico, el Real Colegio San Carlos, Luis José Chorroarín y Manuel Belgrano.
Sus primeros bibliotecarios y directores fueron el doctor Saturnino Segurola y Fray Cayetano Rodríguez, ambos hombres de la Iglesia. Luego, vendrían Chorroarín y Manuel Moreno, hermano y biógrafo del fundador. Los nombres que se suceden son hilos de una trama histórica y cultural: Marcos Sastre, Carlos Tejedor, José Mármol, Vicente Quesada, Manuel Trelles, José Antonio Wilde. La Biblioteca significaba un cruce, que ya estaba en la vida de estos hombres, entre los compromisos políticos y las labores intelectuales. En estos nombres encontramos la huella de autores de obras que forma parte del memorial del lector argentino, como El Tempe argentino, de Marcos Sastre, la novela Amalia, de Mármol, o la obra historiográfica de Quesada. Algo del Salón Literario de 1837 se alojaba en la Biblioteca Nacional de los años 80, sin contar que uno de sus directores, Tejedor, sería después uno de los directores de la guerra perdida por los batallones de la ciudad de Buenos Aires contra las fuerzas federalizadoras.
De una manera u otra, la Biblioteca Nacional se situaba entre las más altas experiencias literarias —del signo que fueran— y los ecos no callados de las guerras que recomponían las formas del poder nacional. Ya Groussac había percibido esta marca inaugural en la magnífica historia de la Biblioteca Nacional que escribe al iniciar su propia gestión, a la que ve como activadora de una confluencia de las viejas corrientes literarias y políticas, y la formación de un nuevo espíritu de rigor argumental e investigativo.
La adquisición por parte de la Biblioteca del carácter de Nacional, recién en los años 80 del siglo XIX, guarda inequívoca correspondencia con la evolución de las instituciones del país. En el momento de efectiva formación del Estado nacional, la Biblioteca se erigió como reservorio patrimonial y cultural. Paul Groussac protagonizó el nuevo período de modernización y estabilización, acorde con el clima general de la época. Por gestión personal de su director, la Biblioteca Nacional obtuvo un edificio exclusivo en México 564, donde los bolilleros atestiguan su destino original, el de Lotería Nacional. La gestión de Groussac duró más de cuarenta años, y entre otras cosas logró que la Biblioteca fuera un punto de referencia para el pensamiento argentino, en especial en temas históricos y de crítica literaria. Logró aliar la acumulación bibliográfica (se duplicaron los fondos patrimoniales y se creó la Sala del Tesoro), con la forja de un centro considerable de creación y pensamiento, que se expresó incluso en prestigiosas publicaciones.
Durante el siglo XX hubo dos largas gestiones recordadas por razones diversas. La primera, fue la de Gustavo Martínez Zuviría, autor de libros de venta masiva y difusor de posiciones antisemitas. Al frente de la Biblioteca durante un cuarto de siglo, desplegó una vasta labor de compras bibliográficas, publicación de documentos e intervención en los debates culturales. Este controvertido y prolífico autor, también deseó relativizar el peso de Mariano Moreno en la fundación de la Biblioteca, restándole así valor a su origen revolucionario. Durante el largo período de permanencia de Martínez Zuviría se compró la importante colección del hispanista francés Foulché-Delbosc, esencial para el estudio de la historia de España. La dura controversia que mantuvo el poeta y ensayista César Tiempo con Martínez Zuviría es uno de los momentos recordables que atesora la memoria de la institución y prueba de que siempre fue ella misma un documento de cultura atravesado por todas las tendencias culturales e ideológicas de las épocas más vehementes de la historia argentina.
La otra presencia capital en la Biblioteca Nacional —cuya espesura cultural y literaria era de características bien diversas a la anterior, pero no a la de los tiempos largos que quedaron impregnados por el sello personal de Groussac—, fue obviamente la de Jorge Luis Borges. El autor de “La Biblioteca de Babel” supo erigir a la Biblioteca como tema de pensamiento y literatura, y gestionar la institución junto con el subdirector José Edmundo Clemente, quien asimismo fue muy activo en la construcción del nuevo edificio, situado en la manzana que antes había alojado a la residencia presidencial en que habían convivido Juan Domingo Perón y su esposa Eva Duarte. El itinerario urbano, catastral y arquitectónico de la Biblioteca Nacional también revela su íntimo apego a las alternativas más dramáticas de la vida nacional.
Precisamente la Biblioteca fue objeto de una prolongada empresa arquitectónica que abarcó desde la concepción de la necesidad de un nuevo edificio en 1960, cuando la ley 12.351 destina tres hectáreas para su construcción, entre las avenidas del Libertador General San Martín y Las Heras, y las calles Agüero y Austria, hasta su inauguración, recién en 1993. A partir del correspondiente concurso de anteproyectos, la obra fue adjudicada a los arquitectos Clorindo Testa, Alicia D. Cazzanica y Francisco Bullrich. Aún están en vías de realización algunas partes del proyecto original. La piedra fundamental del edificio actual fue colocada en 1971 y la morosa construcción estuvo a cargo de distintas empresas: Compañía Argentina de Construcciones, José E. Teitelbaum S.A. y Servente Constructora S.A. En 1992, coincidiendo con otra fuerte modernización urbana, el edificio fue finalizado. Su estilo a veces llamado “brutalista” —sin duda una de las variantes del expresionismo del siglo XX—, es siempre motivo de interrogación y estudio por los estudiantes de arquitectura. Irrumpe en los estilos arquitectónicos del tejido de la ciudad que la aloja, con una fuerte voz irreverente, escultórica y pampeana, que no deja hasta hoy de formar parte del acervo de las discusiones culturales argentinas.
Un año más iba a demorar el complejo traslado del material bibliográfico y hemerográfico desde la antigua sede de la calle México. Un fondo que, como puede apreciarse en los catálogos, no se limita a la producción nacional —aunque éste es, sin dudas, su centro—, sino que incluye importantes ediciones extranjeras. Menos dotada cuantitativamente que otras bibliotecas nacionales hermanas de Latinoamérica y aún en proceso su ansiado momento de ponerse a la par de los horizontes de modernización característicos de la época contemporánea, la Biblioteca Nacional de la República Argentina sin embargo posee un patrimonio cuya calidad es de excelencia, indispensable para considerar la bibliografía y la hemerografía de la historia nacional en sus más variados aspectos, y particularmente rica en lo que hace a los antecedentes remotos o más mediatos de la formación social, económica y simbólica de la nación.
La Biblioteca Nacional, en cuya historia pueden verse así los trazos elocuentes de la historia nacional, ha sido entonces atravesada, a veces mellada, otras veces impulsada, por la vida política más amplia. No es posible pensarla, gestionarla, trabajar en ella, investigar sus salas de lectura o tomarla como pieza de la política cultural argentina, sin tener en cuenta el vasto eco que ofrece —como si fueran los “ecos de un nombre” borgeanos—, de los avatares de la propia memoria nacional. Venir a ella supone adentrarse en la propia historia de la lectura en la Argentina y en las complejas urdimbres sus pliegues simbólicos y materiales.

PABLO PICASSO. GUERNICA

JOAN MIRÓ. EL CARNAVAL DE ARLEQUÍN

viernes, 10 de junio de 2011

BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE LA NACIÓN

150 años al servicio de la comunidad con más de 3.000.000 de piezas bibliográficas

La Biblioteca del Congreso de la Nación, es una institución especializada esencial en el Poder Legislativo Nacional, que promueve el desarrollo cultural de la Comunidad y que tiene como misión asistir a los legisladores, colaborar con reparticiones oficiales y privadas, centros de referencia, realizar convenios de cooperación, suministrar al público en general información, documentación y asesoramiento en base al acervo bibliográfico general, doctrinario, jurisprudencial y legislativo.